Fue un día muy caluroso, satisfecho por las siete leguas recorridas con la hacienda tropeada, decidió hacer noche en Tatá Cuá, frente a una arenosa redonda y fresca laguna. Los bovinos casi ni mugían señal de su contento, acompañando la decisión de Críspulo.
Armó su fuego, preparó su mate y dispuso todo como para el inicio de un guiso. Cuando por el este comenzó a asomar una gigantesca luna llena, que iluminó ya la clara noche azul de pocas estrellas visibles.
Recordó sus días de escuelero; la maestra desplegando el mapa de luna, casi textual la explicación, sus pensamientos se detuvieron en los cráteres, picaduras de meteoritos permanentes circulares de la superficie, inalterables en el tiempo por la inexistencia de la atmósfera.
Le corrió una electricidad por su cuerpo y en su cerebro, con una descarga de lagunas conocidas, todas redondas o casi, la proximidad de Mesón del Fierro en el Chaco, su dispersión de los ardientes aerolitos que fueron a depositarse en varias partes de la provincia, la proximidad del agua subterránea, el nombre originario Tatá Cuá, cueva del fuego.
Es una buena idea, se dijo en voz alta, voy a poner más atención en las redondeadas lagunas de mi provincia.
Marisa.